lunes, septiembre 7

El agua que paso a tierra

Ni siquiera yo estoy hecha para susceptibilidades y encajo perfectamente en ellas. Son parte de una escoria interminable, somos el punto fijo de eso que no queremos ser. Fíjate como luchas contra ella en el momento de fragilidad.

Allá mi caldera se cocina y mientras todo reboza en fuego, el agua está dejando su huella de hongos y mal olor. Acá el viento está moviendo todo y trata de desarmar lo construido, derrumbándome por completo desde mi cimientos más perdidos. Allí se mezcla la tierra de yacimientos de piedras preciosas y esa piel malgastada que está fraguándose entre sus cortinajes de sed. Siento la misma sed, y no sólo es apetito, es sino el orgasmo constante de la retórica más ancestral: Mis días.

Anhelando que toque mis yacimientos, quiero que se hundan hasta salir por el otro lado de mi, esos pensamientos errados que muestran lo peor de mi, que me destruyen e inquietan. Quiero desaparecer de mi tierra y mezclarme con el fuego, las cenizas. Quiero ser un puto cigarrillo que me fumen hasta reducirme a cenizas de un cadáver indeseado.

Y cuando por fin puedo escribir, deseo que no me lean, sino quiero que me vean, que sientan, me golpeen y me rompan en mil, para reaccionar. Ahora quiero que me amen, como bien se hace ahora, y quiero estar entre eso que llamo ramas de árbol. Aún no quiero echar raíces pero comienzo a cultivar mi tierra santa.

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