Somos como el agua, inconstantes como el vaivén del agua en su conteo matutino de rocío. Somos tan indispensables unos a otros, a pesar de que muchos no disfrutan del todo con el agua, pero la consumen, la llevan dentro de alguna forma.
Somos a veces como el fuego, lleno de pasiones, a veces llamas que se extinguen solas, otras que logran quemar montañas y acabar con todo rastro del pasado. Le tememos como todos al fuego, por lo malo que puede causar, pero muchos contemplamos las llamas como si fuese un poder invisible.
Somos, casi siempre, como el viento. El aire que a veces nos roza la cara con una delicadeza adorable, a veces queremos vivir en ella, en la brisa, que nos refresca de todo. Muchas veces el viento frío nos cala más hondo y hasta nos duele a veces.
Somos tierra, tierra sucia muchas veces, tierra porque dejamos que los sueños broten, tierra porque pocas veces nos podemos elevar con el viento. Tierra porque aunque somos quemados por el fuego no nos derretimos, sólo nos estropeamos. Tierra porque con el agua sólo nos nutrimos, hasta el punto de pudrirnos muchas veces.
Hoy me sentí todo eso. Me sentí agua, porque baile en la duda. Porque me hundí en lo antiguo.
Fui fuego porque sentí la misma pasión de antes. Sentí como ese fuego me quemaba por dentro, admiré el fuego como una niña sin conocerlo, a pesar de ser reconocible para mis ojos. Soñé en ser viento por cinco segundo, para poder rozar lo que tanto me provocaba, pero como ya dije, a veces el viento frío llega a doler en lo más hondo, y te quedas allí, siendo sólo tierra seca. De esa que quiere ser levantada por el viento pero está pegada al cimiento, de esa que se quiere nutrir con el agua y no puede. De esa que queda inútil para cultivar.
Fue extraño sentirme tanto en tan poco, al comienzo era tanta alegría, que no quería despertar pero luego comprendí que era solo una visión que se borraba, fugaz como una estrella. Los elementos por lo menos no sienten tantas cosas juntas.
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